¿Y por qué no desvirtuar también la personalidad jurídica? Al fin y al cabo, es una metáfora.
Como ustedes saben, y si no lo saben ya se lo digo yo, estoy excedente en el cuerpo de Abogados del Estado. En el que he aprendido quintales de Derecho. No sólo por la oposición ‒una etapa fundamental en mi vida‒ sino por la práctica. No hay mejor escuela que la experiencia y cualquier Abogado del Estado lleva más pleitos en un día que cualquier otro abogado en un mes. La razón es clara: el Estado es el gran litigante, porque de varias maneras expropia el 51% de la riqueza nacional y cuando se acapara el 51% del PIB se tienen muchos pleitos.
Los abogados del Estado oficiosamente decimos que somos el Cuerpo de “sofistas a sueldo”. Porque muchas veces hay que defender al Estado inventando cualquier cosa que suene bien, dado que el Estado nunca se allana. Los mecanismos de conciliación o transacción con el Estado son muy difíciles de activar, tanto desde dentro como desde fuera, y la invención es fundamental en el oficio cuando hay que defender lo indefendible.
Los sofismas funcionan. A veces a uno le da la risa, pero funcionan. Y la risa es carcajada cuando funcionan en el Tribunal Supremo. Ya saben ustedes que las Sentencias hay que acatarlas, pero no hay por qué compartirlas. La libertad de expresión permite incluso reírse de ellas. Sobre todo, cuando incorporan sofismas inventados por el abogado del Estado sin darse cuenta que les están colocando un marrón. Pasa mucho en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo. El último caso es el siguiente:
Desde 1960 (estamos en 2020 y por tanto desde hace 60 años) el Estado viene cobrando a las empresas de obras públicas la tasa por prestación de trabajos facultativos de replanteo, dirección, inspección y liquidación de las obras realizadas mediante contrato (Decreto 137/1960, de 4 de febrero).
Dicha tasa tiene numerosos defectos. He publicado sobre eso un libro, que pueden comprar haciendo click aquí. Los defectos son que no es tasa sino impuesto; no respeta el principio de legalidad; no respeta el principio de reserva de ley; no respeta el principio de equivalencia y no respeta la Directiva sobre impuestos sobre el volumen de negocios.
Pero es que además en muchos casos ni siquiera se produce el hecho imponible, porque el Estado contrata servicios de dirección de obra a cargo de la propia obra, y no obstante se cobra.
Una empresa que había pagado la tasa por dirección de obras en muchas ocasiones, utilizando un solo escrito pidió dos cosas: (i) al Consejo de Ministros que revisase de oficio por causa de nulidad de pleno derecho el Decreto 137/1960, de 4 de febrero, por el que se convalida la tasa por gastos y remuneraciones en dirección e inspección de las obras y (ii) al Ministerio de Hacienda y Función Pública que revisase de oficio las liquidaciones.
Ante el silencio administrativo negativo de los dos ‒la Administración no tramitó ninguno de los dos expedientes‒ la empresa acudió (i) al Tribunal Supremo pidiendo que dictase Sentencia en plena jurisdicción declarando la nulidad de pleno derecho del Decreto, o que por lo menos ordenase a la Administración General del Estado que tramitase el expediente y (ii) a la Audiencia Nacional pidiendo la nulidad de pleno derecho de las liquidaciones.
La Abogacía del Estado inventó su sofisma: el Consejo de Ministros al no tramitar el expediente no ha incurrido en silencio administrativo negativo: es el recurrente el que ha recurrido un “acto inexistente” porque los particulares no tienen legitimación para pedir la revisión de oficio de reglamentos ilegales.
El Tribunal Supremo, en Sentencia de la Sala 3, Sección 2, n.º 360/2020, de 11 de marzo, dictada en el recurso 72/2019, negó a la empresa, no sólo un pronunciamiento sobre la posible nulidad de pleno derecho del Decreto, sino incluso el derecho a que se tramitase el expediente de revisión de oficio, afirmando que la empresa estaba impugnando un acto inexistente. Ese era el sofisma del abogado del Estado, que la Sentencia acoge con entusiasmo:
En definitiva, en la línea marcada por la Abogacía del Estado ha de convenirse que el único acto susceptible de impugnación judicial es el acto presunto por silencio administrativo del Ministro de Hacienda y Función Pública, impugnable, arts. 7 y 11.1.a) de la LJCA, ante la Audiencia Nacional, por lo que se debería dictar auto y remitir el recurso contencioso administrativo al citado órgano judicial; sucede, sin embargo, como señala la propia parte recurrente, que respecto de este acto ya se ha cursado el recurso contencioso administrativo pertinente ante la Audiencia Nacional, por lo que el trámite anterior resulta innecesario por haber quedado subsanado el defecto. Sin que pueda, por las razones antes expuestas, tenerse por producido acto presunto por silencio del Consejo de Ministros, por lo que se ha interpuesto un recurso contencioso administrativo frente a un acto inexistente, lo que debe llevarnos a declarar que no ha lugar el presente recurso contencioso administrativo instado.
Tribunal Supremo, Sentencia n.º 360/2020, de 11 de marzo, dictada en el recurso 72/2019.
El sofisma consiste en que lo que se estaba impugnando era la inexistencia de acto, no un acto inexistente. Empleando muchas palabras, la Sentencia del Tribunal Supremo ampara a la Administración acogiendo su sofisma y diciendo que no hay por qué exigir a la Administración que resuelva, aunque no tramite el expediente ni resuelva nada:
No hay acto alguno presunto por silencio administrativo del Consejo de Ministros susceptible de impugnación, en tanto que no se han dado los requisitos para que pueda nacer la ficción legal, que pasa necesariamente con que, al menos, dicho órgano haya podido pronunciarse sobre la solicitud cursada al Ministerio de Hacienda.
Evidentemente, es justo al revés. Es imposible compartir esta Sentencia. Se ampara en un sofisma. Un sofisma es según la RAE una “razón o argumento falso con apariencia de verdad”. La apariencia de verdad es que no hay acto. La falsedad lógica consiste en que sí hay acto: acto presunto. El sofisma opera porque el Derecho funciona a base de metáforas, pero funciona.
La metáfora es constante en el Derecho. Por ejemplo, de una sociedad se dice que tiene “personalidad”. Claro, es personalidad jurídica. Pero a nadie se le ocurre, cuando demanda una empresa, decir que no tiene legitimación porque su personalidad es jurídica, porque la teoría de la personalidad jurídica está construida precisamente para que funcione una personalidad que no existe.
Lo mismo pasa con el silencio administrativo. Está construido para que funcione. Y funciona generando un acto presunto. La presunción es que hay un acto denegatorio cuando la Administración no contesta en plazo. Se llama “silencio administrativo” y genera de por sí el derecho del administrado a que el expediente se tramite y se dicte una resolución. La que sea. Pero una. Sin que se pueda decir, por mucho que uno sea el Tribunal Supremo inspirado por la Abogacía del Estado, que hay un acto inexistente, porque lo que presume la ley es que hay acto. Por supuesto, no hay acto, como tampoco hay personalidad en las empresas, que la tienen “jurídica”, pero declarar, cuando hay denegación presunta por silencio administrativo, que no hay acto, en boca de la Abogacía del Estado es un sofisma, pero en boca del Tribunal Supremo es una barbaridad. Que resulta imposible compartir.
La ficción legal en que se funda el silencio administrativo negativo lo que permite es acceder a los Tribunales para exigir a las Administraciones Públicas un pronunciamiento, que puede ser también de inadmisión, en todos los casos de inactividad en plazo. Si no se tramita el expediente, el problema es de la Administración, no del recurrente. No se puede convertir la falta de acto en una forma de negar virtualidad y vaciar de contenido los recursos planteados por silencio. El Consejo de Ministros ha podido pronunciarse perfectamente. Lo que pasa es que no han tramitado el expediente. Nada más.
Para remediar al sofisma hay que ir al Tribunal Constitucional. Ya hemos ido. Pero ahí nos hará falta… un milagro. El milagro de la admisión. Del que hablaremos otro día. Porque en España, como todo el mundo sabe, el Tribunal Constitucional no necesita acogerse a sofismas para dar la razón al Estado. Inadmite y se acabó. Más suerte la próxima vez.